Negro.
Blanco.
Blanco, porque al principio todo era blanco. Porque captura la luz, ilumina el rostro, realza la belleza. Porque es el color de la transparencia y la trascendencia absolutas. Blanco, porque a Coco le recuerda a la cofia de las religiosas de su infancia y el vestido de primera comunión que le regaló su padre.
Beige.
Beige, porque es cálido, sencillo y natural. Porque es el color de la tierra natal de Mademoiselle, en la región de Auvergne, y de las playas de Deauville, Biarritz y del Lido de Venecia. Porque para ella es el color de la vida al aire libre, de la piel al natural, y del resplandor saludable de la piel cuando está en contacto con el sol.
Dorado.
Dorado, porque es el color de lo auténtico y lo falso. El oro auténtico que el Duque de Westminster dio a Gabrielle, la imitación del oro en la bisutería que crearía sin cesar. Dorado por las reliquias religiosas y los brocados de las sotanas de los clérigos que acompañaron su infancia. Dorado por los tesoros de la Basílica de San Marco en Venecia, el Imperio Bizantino y el arte Barroco que siempre la inspiraron.
Rojo.
Rojo, porque “es el color de la vida, de la sangre”, como declaró Gabrielle Chanel. Rojo, porque como forro de un bolso, permite encontrar rápidamente lo que buscamos en nuestro interior. Rojo, porque llevado en los labios se convirtió en el sello de Gabrielle y en su declaración de espíritu positivo. “Si estáis tristes, maquillaros los labios y atacad: los hombres detestan a las lloronas”, afirmaba Mademoiselle.
Finalmente, el negro y el blanco juntos, porque no pueden existir el uno sin el otro. Porque los dos son puros y se combinan perfectamente. Porque son el trazo del lápiz de Karl Lagerfeld. Porque son la firma de Chanel.
“Yo impuse el negro. Y todavía reina, ya que el negro arrasa con todo”
— Gabrielle Chanel
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